El primer ascenso al Roraima del Centro Excursionista Loyola, CEL

Introducción.

Febrero de 1968.

A un grupo de excursionistas del CEL se nos encomendó una misión para trabajar como voluntarios en el proyecto de asistencia a los refugiados de la guerra del Rupununi. (Conflicto fronterizo que Venezuela perdió en el esequivo). El trabajo consistía en llevar alimentos y combustible aportados por el ministerio de relaciones exteriores, desde el Aeropuerto de Ciudad Bolívar, en aviones de carga del ejército a Santa Elena de Uairen. En este poblado la carga era cargada en vehículos de doble tracción para su traslado a San Ignacio de Yuruani. Este era uno de los pequeños poblados construido por el Ministerio de Relaciones Exteriores para alojar a los perseguidos por el gobierno de la Guayana Inglesa en lo que se llamo la Revuelta del Rupununi. Conseguimos este trabajo mientras empezaba la universidad, por medio del  padre Germán González, director de proyectos del Ministerio de Relaciones Exteriores. Uno de esos proyectos era la asistencia a los refugiados del Rupununi.

En Santa Elena vivíamos en casa del médico del pueblo, El doctor Moreno y también pernoctábamos en casa del Fernando Lucas Pena, fundador de Santa Elena.

No estaba terminada la carretera que iba del Dorado a Santa Elena, por eso teníamos que transportar todas las provisiones por avión y luego en vehículos de carga a San Ignacio. Las carreteras eran muy malas. A veces tardábamos todo el día en llegar a San Ignacio.

Meses después, cuando termino nuestro trabajo en Santa Elena y la carretera finalmente   estaba a punto de ser inaugurada, nos tomamos un tiempo para subir al Roraima.

Preparativos del ascenso

 Invierno, Agosto de 1968.

Ya habían comenzado las lluvias, los ríos estaban crecidos. Así que un buen día nos reunimos en casa del Fernando Lucas Pena para recibir algunos consejos sobre el ascenso y los guías. Debíamos llevar a alguien que ya había ascendido a la cumbre, este fue  Nebil uno de los hijos de John Junior, jefe del pueblo de San Ignacio y también debíamos ir armados. En la cumbre los guyaneses solían hacer minerías, buscando diamantes y todavía el odio y resentimiento estaba presente en los Amerindios.

Hicimos todos los arreglos necesarios, conseguimos armas, y cargamos los morrales. La excursión estaba formada por los dos Amerindios Nebil y hard, Guillermo plaza, José Armando Mejías, Henri Pasos, Miguel Acevedo, Héctor Goas y Rodolfo plaza.  Nos dispusimos a salir muy temprano. Llovía a cantaros cuando salimos para  San Ignacio, desde Santa Elena. Tuvimos que pasar los ríos que aun no tenían puentes,  montando los  vehículos  en transportes del ejército. Llevábamos comida para cinco días, permiso de relaciones exteriores e íbamos armados hasta los dientes.

El ascenso al Roraima

Agosto 2 de 1968

La mañana del primer día fue fría, Había amainado, desde una de las casas de San Ignacio veía la neblina envolver el bosque a cierta distancia del pueblo. Los gallos no dejaban de cantar, algunas voces de hombres y mujeres ya se dejaban escuchar en las casas cercanas. Nebil vino a buscarnos en la camioneta pick up del ministerio y nos llevo a desayunar a la casa de su madre.

Cerca de las 7 ya estábamos en camino. Tomamos la vía  principal en dirección del Yuruani. Un kilometro antes del rio nos desviamos a la izquierda por un camino recién hecho  por el ejército, que atravesaba quebradas por puentes de madera y que terminaba treinta kilómetros después, al pie de un cerro por donde corría un pequeño arrollo. Allí dejamos el carro, en el patio de la casa de un pemon el cual se ofreció a cuidarnos el carro a cambio de sal. Le dimos la sal y dinero.

Tardamos una hora en llegar a la cima de la primera colina. Íbamos caminando por una pica muy trillada. Se podía apreciar que mucha gente iba y venía por ese camino todos los días. En la parte alta de la colina un pequeño poblado o maloca se alzaba tristemente sobre las verdes colinas del invierno, Era paraitepuy. Los pemones vinieron a recibirnos encabezados por el capitán Eugenio, que era un hombre entre 50 y 60 anos.

Las mujeres y los niños corrieron a esconderse en las chozas. Nevil nos presento al anciano como el capitán del pueblo. Desde el punto donde nos reunimos, había una vista magnifica de los tepuyes, lejanos y majestuosos se alzaban sobre las colinas desnudas y boscosas allá en la lejanía. Mientras conversábamos no podía dejar de echar unas rápidas y fugases miradas a lo que se veían como las montanas mas impresionantes que había visto en mi vida. Provocaba quedarse allí durante horas en contemplación del paisaje. El capitán noto la impresión nuestra por el lugar así que poso su mirada en la lejanía hacia el noreste y dijo señalando con su mano:– aquel   ilutepue, aquel guadaicaipuei tepuy, aquel, Matawi y aquel Roraima, tierras sagradas para nosotros.— Es lo mas hermoso que he visto en mi vida– alcance a decir, y añadí queremos ir, con su permiso, hay camino?.—Si, desde hace mucho tiempo–, mineros suben y buscan diamantes, Nevil conoce, el los llevara, pero antes ustedes tomando cachiri conmigo.– En una totuma recortada el capitán nos ofreció una bebida que ellos llaman cachiri y  que preparan con yuca fermentada.

El Roraima se veía lejos, más de 30 kilómetros nos separaban de la base. Cuando iniciamos de nuevo la caminata eran cerca de las 10 de la mañana. El camino bajaba ahora por una pendiente, al fondo se veía correr una quebrada y del otro lado una colina plana en forma de meseta que se extendía en la dirección del matawi y del Roraima. Bajamos a la quebrada para luego ascender a la meseta. En el tope cambiamos de rumbo, y seguimos caminando sobre la meseta, siguiendo una pica muy bien marcada a lo largo de la penillanura que atravesaba colinas y quebradas (rio Teck), hasta que  por fin llegamos a la rivera del rio Kukenan. Aquí  hicimos campamento. Era invierno el rio estaba crecido. Ya se veían mucho más cerca nuestro objetivo. Desde la cumbre del kukenan el rio se precipitaba en una  gran cascada de más de 700 metros de altura. Pasamos el rio a duras penas, ayudándonos con una cuerda, y montamos campamento en la orilla izquierda. Cuando llego la noche, solo el rio, que fluía torrentoso sobre las rocas de su cauce, se dejaba escuchar. Este paraje del kukenan es la puerta al ascenso del Roraima. La noche estaba despejada y la luna en creciente nos permitió mirar las sombras del kukenan y Roraima que  alzaban sus magnificas siluetas  sobre las colinas empinadas del pie de monte.

Agosto 3 de 1968

Después de tomar el desayuno muy temprano, emprendimos la caminata. Durante un tiempo la pica nos llevo por un estrecho valle a lo largo del rio Kukenan. Se podía observar en toda su magnitud el salto del Rio kukenan, cayendo al vacío desde la cumbre del Matawi. A medida que avanzábamos por el camino, las faldas del pie de monte se fueron haciendo más empinadas. Se veía como el camino seguía una fila montañosa por una zona desprovista de arbustos y las gramíneas crecían por ambos costados de las filas. Nos fuimos alejando del kukenan, Un gran bosque húmedo tapiza las faldas de las tepuyes. Durante horas ascendimos por un camino trillado que bajaba de la montana y se perdía en la espesura del bosque que hacia una especie de anillo selvático en la base del macizo y a lo largo de la base de la pared, haciendo frontera con las gramíneas. Seguramente el fuego de los cazadores  acabando con el bosque.

Cerca de medio día llegamos al bosque. Decidimos parar a comer. Cientos de aves se escuchaban o se veían pasar, había huellas de venados en una zona húmeda al borde del bosque. Mirando sobre la copa de los arboles  se observaba   la pared de arenisca de la meseta alzarse, amenazadora y silenciosa.

Era la primera vez que habíamos estado en un lugar como este. Había una sensación como de algo que te vigila, de cerca y se siente un miedo que asalta el corazón y una sensación como si  aquel lugar, con un murmullo casi imperceptible  lo envolviera todo y nos empujara hacia una tibieza indefinida.

Cuando comenzamos el ascenso por el bosque una emoción  indefinible sostenía mi corazón. Me sentía un intruso en aquel paraje mágico. Todas las plantas me eran desconocidas. Arbustos, brómelas, líquenes hongos aves, todo a mi paso era nuevo. Durante dos horas ascendimos hasta que nos topamos con la pared de arenisca. Esta se asomaba al final de un claro de selva como una puerta  que  mostraba sus extravagantes colores atreves del túnel oscuro de vegetación. El camino viraba en noventa grados hacia la izquierda e iba bordeando la pared entre la selva y la arenisca. A medida que avanzábamos nos vimos caminando  a lo largo de un balcón inclinado que ascendía, cortando la pared. A nuestros pies el precipicio crecía sobre el manto verde de la selva y a nuestra derecha la cumbre de la meseta se acercaba a nosotros. Fuimos ascendiendo sin dejar de sostener aquella sensación de emoción indefinida y admiración por la belleza del lugar. Cambio la vegetación, todo era nuevo y extraño. Supe que las plantas contarían una historia sorprendente al científico que buscara en estos secretos. Eran las seis de la tarde cuando llegamos al borde alto de la meseta. De nuevo cambios sorprendentes en la vegetación me llamaron la atención. Plantas que no habían visto, ni en libros, muy extrañas, todas pequeñas y pocos arbustos que cuando crecían, lo hacían en grupos formando pequeños bosques.

Caminar por aquel paraje entre helechos gigantes,  plantas insectívoras,  riachuelos de agua cristalina monolitos rocosos de arenisca de forma caprichosa y en medio de un viento que soplaba incesantemente, calándonos el frio hasta los huesos es una impresión que jamás olvide. Entonces recordé  una historia de connan doyle sobre el Roraima—viaje al mundo perdido—y empecé a contársela a mis compañeros.

Dejo de llover, el tiempo despejo, el sol se ponía y un rojo purpura envolvió el cielo. Se hizo rápido de noche.  Infinidad de sonidos de ranas se podían escuchar. Recuerdo que entre nosotros hablábamos poco, no provocaba  interrumpir el equilibrio ancestral y mágico de aquel lugar. Además  Hard  había dicho que no gritáramos ni habláramos en voz alta para no atraer a la lluvia.

Nos apresuramos a buscar un lugar para poner las carpas. Nevil nos llevo bajo una solapa de roca arenisca que nos protegía del viento y la lluvia. Allí hicimos el campamento. El sueno vino pronto a mí, en medio del silencio de la noche, con el viento silbando a nuestro alrededor, Nevil, se puso a contar historias de mineros en busca de diamantes en la cumbre del Roraima. Lo escuche hasta que me quede dormido imaginando historias del mundo perdido en la cumbre del Roraima.

Agosto 4 de 1968

El amanecer fue tan esplendido como el atardecer. El sol fue rociando con su luz, el comienzo de  un día claro, como no he visto otro. Los monolitos de las rocas, los bosques de arbustos, las plantas extrañas, las quebradas, todo se fue iluminando y mientras esto ocurría me puse a pensar en lo similar que habría sido hace millones de anos. Solo faltaban los dinosauros para  que aquella visión de la cumbre del Roraima se pareciera a la de Connan Doyle.

Un rápido desayuno y nos fuimos a explorar.- No deje el arma- me dijo Mevil. Podemos encontrarnos con los guyaneses. La cargue y me la tercie sobre mi hombro por si acaso.

Llegamos a un lugar que era una zona formada por miles de monolitos de roca, que mostraban formas caprichosas, algunos sobrepasaban los 4 metros, entre los que se podía caminar durante horas. Tomamos precauciones para no perdernos. Llegamos a lo que Hard llamo el valle de los cristales, el nacimiento del rio Arabopo. Un suelo tapizado por cristales de roca y arena sobre los cuales fluía lentamente agua cristalina y fría. Era el valle del rio Arabopo, más adelante se presumía que el rio fluía saltando por la pared hacia los valles inferiores del pie de monte.

 

En la tarde llegamos a una sima que era como un pozo de gran diámetro. En el fondo había agua. Unas anchas columnas unían al techo con el piso de la cueva formando entradas entre ellas, que se perdían de vista desde nuestro Angulo de visión.

Vimos por todos lados plantas carnívoras, bosques de helechos gigantes y otros arbustos, ranas, aves extrañas, pero no vimos ningún mamífero.

Cuando regresamos al campamento, el tiempo se había nublado y una garua persistente calaba todo. Nos pusimos a preparar la cena en medio de las anécdotas del día y los recuerdos de nuestra exploración, entonces empezó a llover fuerte.

Llovió mucho durante toda la noche. La lluvia paraba y continuaba de nuevo. Recuerdo que aquella noche tome la decisión de estudiar Biología en la Universidad de Oriente. “Tantos misterios que me rodeaban que no comprendía o conocía.” Me dormí pensando que iría en busca de los secretos del Roraima armado de mayor conocimiento. Esa era una buena meta.

Agosto 5 de 1968

Como una montana no se sube hasta que se ponen los pies en la parte más alta, muy temprano en la mañana antes de comenzar el descenso de la meseta del Roraima, Nevil nos llevo a un pequeño cerro en la cumbre. Más de una hora nos tomo, alcanzar el lugar. Desde allí vimos las sabanas y el serpenteo del kukenan a lo largo de la penillanura y nos sentamos en silencio a admirar el paisaje.

De regreso al campamento nos pusimos a observar como una pequeña planta de hojas carnosas y rojas, que presentaban, pequeñas estructuras, parecidas a pequeños palillos con algo pegajoso en la punta, atrapaban los insectos. Una vez que el insecto se quedaba pegado, la hoja se plegaba sobre sí misma, aprisionando a su víctima. Era sorprendente

No tomamos nada del Roraima ni siquiera cristales de roca. El respeto que nos inspiro la montana, fue tal, que no queríamos perturbar su aislada presencia.

Antes de comenzar el descenso nos paramos en el borde  de la pared a ver La Gran sabana desde su tepuy más alto. Nubes grandes, ascendían hacia el borde de la meseta. Parecían cabalgar con el viento que las empujaba dejando de vez en cuando un espacio claro por donde se podía ver la selva en la lejanía y mas allá las penillanuras de la gran sabana y el rio kukenan fluyendo y atropellando perlas de espuma por entre las verdes colinas del invierno, que flanqueaban las riveras del rio.

Cuando comenzamos el descenso  era medio día. Todo estaba mojado. A medida que avanzábamos, bajando por el balcón inclinado de arenisca, se podían observar varias cascadas que se precipitaban desde el borde del acantilado y se convertían en roció mañanero sobre nosotros y sobre la selva húmeda. Cuando llegamos a ella estábamos calados hasta los huesos. Se había despejado el día, el sol relucía en lo alto. Nos tomo dos horas llegar al paso del Kukenan. De vez en cuando volteaba a ver la pared de arenisca y nunca deje de sentir como si algo invisible nos estuviera vigilando. — Gracias Roraima por dejarnos caminar sobre tu cumbre milenaria—Armamos campamento en el Kukenena. El rio estaba crecido Y no pudimos pasar, hicimos campamento en la margen izquierda esperando que al día siguiente el caudal del rio hubiera disminuido.

Agosto 6 invierno de 1968

Durante la noche llovió. El rio seguía crecido, pero resolvimos pasar. Buscamos un lugar  donde el  rio no presentara raudales y me lance nadando para llegar a la otra orilla con el extremo de una soga, amarre el chicote de la cuerda que traía firmemente a unos arbustos. Hicimos un teleférico con otra cuerda. Primero pasamos los morrales y luego el resto del grupo afincándose en la seguridad que ofrecía la cuerda. Solo fue hasta medio día que pudimos dejar la rivera derecha del Kukenan y emprender el regreso a paraitepuy. Hicimos en menos de tres horas lo que nos había llevado seis. Los pemones nos recibieron con alegría, siempre precedidos por el capitán que nos hizo muchas preguntas sobre nuestra exploración. Le prometí al capitán que volvería al año siguiente.

Nos despedimos de aquella gente hermosa y empezamos a andar los últimos pasos de la excursión, en bajada hacia el rio donde habíamos dejado el carro.

De nuevo tomamos aquel camino estrecho que serpenteaba entre valles y colinas y nos fuimos alejando del Roraima. El agua pasaba por encima de los puentes de madera. Atrás quedaba el Roraima y su compañero del tiempo El Matawi. Sabía que volverla y subiría al Matawi (kukenan), pero esa es otra historia.

Antes de dejar la Gran Sabana en aquel invierno de 1968 pernoctamos en casa del Luchas Pena. Recuerdo  que el día que volvimos del Roraima fuimos después de recoger nuestras cosas en San Ignacio, a dormir a casa del fundador del Pueblo, para salir en avión a Ciudad Bolívar. Ya nos habíamos hecho amigo. Al vernos aproximar se quedo viendo el mecate de sisal que amarraba mis pantalones y exclamo:– caramba, como envidio esa correa.

Rodolfo Plaza diciembre de 1968.